Para comprender la economía en su estado actual, es fundamental hacer un análisis retrospectivo de los últimos 15 años. Desde la crisis financiera de 2008, el mundo ha estado en un proceso continuo de recuperación y adaptación.
Los bancos centrales han jugado un papel crucial en este proceso, implementando políticas monetarias expansivas como el Quantitative Easing (QE), que implican la creación de dinero para comprar activos financieros.
Estas políticas han tenido un impacto significativo en los mercados, inflando el valor de los activos y creando un entorno de bajas tasas de interés que ha durado más de una década.
Sin embargo, estas medidas también han generado desequilibrios económicos, como el aumento de la deuda pública y privada, y la formación de burbujas en varios sectores, incluido el inmobiliario y el tecnológico.
Además, la pandemia de COVID-19 exacerbó estos problemas al interrumpir las cadenas de suministro globales y generar un aumento de la inflación debido a la escasez de productos y la inyección masiva de liquidez en las economías.
La respuesta de los bancos centrales ha sido la de aumentar las tasas de interés de manera agresiva para frenar la inflación, lo que ha llevado a un endurecimiento de las condiciones financieras a nivel global.
Esta situación ha creado un entorno económico incierto, donde los riesgos de una recesión global se han incrementado significativamente. La inflación sigue siendo alta, y los bancos centrales están en una encrucijada, intentando equilibrar la necesidad de controlar la inflación sin sofocar el crecimiento económico.
Este contexto nos obliga a ser extremadamente cautelosos en nuestras decisiones de inversión, ya que los mercados podrían experimentar una mayor volatilidad en los próximos meses.